Opinión

Encuentro con un amigo

Encuentro con un amigo

Caminamos por el sendero implacable del tiempo y de repente, con el encuentro de un viejo amigo, se abre un agujero en el pasado, como un fogonazo a velocidad de vértigo, y nos desproveemos de los ropajes del presente para encomendarnos a la benevolencia del recuerdo.

Están los cuerpos examinándose mutuamente, escrutándose las señales irrebatibles de la edad, mientras la memoria hace piruetas para reconstruir un periodo en el que vibraban las complicidades de una amistad. Y de ese lecho de afecto y nostalgia nacen las preguntas, los intereses inmediatos, la curiosidad por el destino actual. Hasta que irrumpe un latigazo de tragedia familiar y el pasado se disuelve como un azucarillo, y todo se vuelve presente tirano.

Mi amigo tuvo en su día sus estímulos por la lectura y la fotografía, por la cultura y la política; fue un docente extraordinario y vivió la profesión agarrado a las raíces del aula. Y ahora todo su centro es otro, es el cuidado, la esperanza de que un cuerpo maltrecho que le proporcionaba los mayores parabienes avance unos milímetros en lucidez y apetencia por mantenerse agarrado a la vida. Cuando me cuenta lo que ya no puede ser, las palabras se le caen de los labios y rebusca en la resignación (o la resistencia) para sacar las fuerzas que le permitan entrar en casa y no derrumbarse viéndola en su deterioro.

Hacía mucho tiempo que no lo veía. Y aunque no éramos amigos íntimos, me resultó muy grato el encuentro. Y lo fue porque me hallé ante una conversación natural, sin corsé. Tenía necesidad de contar, de contarme, y no se anduvo con preámbulos. Le dio una estocada a la formalidad y se abrió a darme los detalles desde el principio. No quería consuelo, me lo dijo. No quería compasión, también me lo dijo. Pero no se arrepintió de haberme hablado como lo hizo.

Supongo que todos tenemos encuentros fugaces con antiguos conocidos que encienden una breve llama de afecto y que terminan absorbidos por la inmediatez. Sin embargo, este me dejó prendida la deuda. Estuve toda la tarde pensando en él, en cómo agradecerle la confianza y cómo convertir mi reconocimiento a su condición de héroe anónimo en sustancia vital para que el sentido permanezca incólume en su pensamiento. Nada será suficiente y me conformo con haber sido por un rato espejo de su congoja.

Pienso en la cantidad de hilos que soltamos, desde la voluntad de tejer la tela del amparo que nos proteja a todos de la intemperie, pero qué pocos se enhebran, porque no sabemos, porque no queremos, porque no podemos, o porque no sé, no quiero o no puedo.