Opinión

Debatiendo sobre la guerra

Debatiendo sobre la guerra
Aquí en España hay quienes no han tardado en utilizar lo que está pasando en Ucrania y las causas del conflicto para tratar de reforzar sus planteamientos ideológicos y políticos. Y es que, como suele decirse, todo quisqui intenta arrimar siempre el ascua a su sardina. 

Así, los soberanistas e independentistas no han dudado en poner el acento en lo que desde su perspectiva del mundo les interesa y presentar esta guerra que se sufre en el corazón de Europa como la consecuencia de un atentado contra el derecho a la determinación de un pueblo, en este caso el ucraniano, cuando, en realidad, esta historia nada tiene que ver con eso. Ni es tampoco una campaña de liberación emprendida por los rusos en suelo de Ucrania contra sus hermanos de sangre perseguidos por el régimen de Kiev.

Para intentar demostrar que la razón está de su lado, los separatistas o filoseparatistas contraponen nacionalismo e imperialismo como si fueran opuestos, cuando son dos conceptos que describen dos fenómenos que están interconectados y se complementan.

Aunque se empeñen en vendérnosla como tal, la tragedia ucraniana no es una lucha de naciones enemigas, simplemente es el enfrentamiento bélico de dos estados, constituidos por individuos de más de una etnia, que se ha desatado como consecuencia de la invasión de uno sobre el otro. Y dicha invasión no ha sido decidida por una nación que trata de oprimir a su vecina, sino por una reducida élite que en la potencia invasora ostenta el poder y lo ejerce de forma autoritaria y despótica.

El imperialismo, señores, es hijo y heredero directo del nacionalismo, que, si bien en otros tiempos –nadie lo niega– contribuyó a la expansión de la democracia en el orbe, es hoy fuente de más males que bienes para la civilización.

Luego están las voces de la derecha rancia –lamentablemente, casi la única derecha existente en este país– que no han podido resistirse y procuran sacar rédito de esta gran desgracia, repitiendo cuanto pueden una mentira –otra más– para ver si la convierten en verdad: la de que Putin es comunista, cuando no lo es. Una tergiversación malintencionada y retorcida que tiene por fin último que la gran audiencia termine culpando de esta gran crisis a Pedro Sánchez y a su Gobierno de presuntos radicales extremistas, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid.

Justo en frente de estos, nos topamos con aquellos que se creen más de izquierdas que nadie y se postulan como si fueran los únicos que defienden la diplomacia y la paz y los demás fuéramos cómplices de la violencia. Esos que se piensan que todo es solucionable con pancartas en las calles y esgrimen discursos que a priori están cargados de muy excelentes propósitos, con una ingenuidad tan sospechosa que a veces puede llevar a que nos preguntemos si es o no fingida.

Está muy guay eso de abogar por el diálogo, claro que sí, pero en tanto que esa tesis se impone cómo obramos: ¿Permitimos que los rusos arrasen sin que se les oponga resistencia? ¿Permanecemos impasibles mientras se destruyen ciudades y se asesinan a hombres, mujeres y niños a las puertas de nuestra casa?
Y, por último, muy al lado de estos pacifistas posmodernos, que, al final, terminan haciéndole el juego a los perversos, nos hallamos con los equidistantes, los que, apoyándose en una suerte de relativismo moral adulterado, proclaman cosas tales como que en este conflicto, al igual que en todos, ni los buenos son tan buenos, ni los malos, tan malos, para no mojarse. Una postura –basada en una obviedad– que solo sirve para blanquear a los verdugos y mancillar a las víctimas.

Me parece que esta vez no caben dudas en cuanto a la responsabilidad sobre lo que está ocurriendo delante de nuestras mismas narices y, en aras de la justicia, tampoco caben dudas sobre qué partido se ha de tomar.