Opinión

Miedo me dan

Miedo me dan

Oír sus proclamas homófobas, xenófobas y antifeministas, basadas en prejuicios tras los que se esconde el primitivismo ancestral que todavía, como un mal atávico, persiste en el alma de nuestra especie, aterra. Y aterra porque se trata de un discurso que, en el fondo, apela a los más bajos instintos de los individuos. Las filosofías del egoísmo, el egocentrismo y el elitismo llevadas hasta sus últimas consecuencias.

Nos creíamos que en Europa estábamos ya a salvo del fascismo, el nazismo y sus derivados, pero nos equivocábamos. Vuelven, como un azote, y están más presentes que nunca entre nosotros disfrazados de democracia.

Lo que ha pasado en Italia este fin de semana no nos pilla de sorpresa, era una catástrofe que se veía venir desde hacía mucho, pero sí que nos obliga a comprometernos y actuar con más beligerancia que nunca a los que defendemos una sociedad abierta, digna, igualitaria y solidaria.

La involución de la civilización era y es posible. El avance y el progreso de la Humanidad nunca fueron lineales. E involución es, sin duda alguna, lo que trae y traerá consigo, en aquellos países en los que el fenómeno ya se está produciendo, el creciente acceso al poder y a los órganos de decisión de fuerzas políticas emergentes que se alinean sin tapujos con ideologías más que trasnochadas. Nos encontramos ante el más que amenazante triunfo de quienes se proponen devolvernos a la Edad de Piedra.

La revolución, con sus efectos catárticos, sirvió y sirve para despertar conciencias, y la reforma, para recoger los frutos de ese despertar; la reacción, solo para frenar el anhelo de emancipación y elevación del ser humano por encima de su condición de bestia.

Ser de extrema derecha denota o mucha ignorancia o una muy profunda miseria espiritual y moral, cuando no ambas carencias a la vez. Miseria espiritual y moral, por cierto, que la religión –el catolicismo cristiano, en nuestro caso– debería anatemizar y, sin embargo, en ocasiones, ampara e incluso enaltece.

La desesperación y la incertidumbre que provocan las crisis del sistema capitalista constituyen solo el caldo de cultivo del populismo fascistoide. Y las formas con las que dichas crisis se han abordado y se abordan, por supuesto, también influyen. El estado de bienestar había sido hasta ahora un dique de contención que en las últimas décadas se ha descuidado. La memoria de los pueblos es frágil y, desgraciadamente, una buena parte de los europeos ya parece que ha olvidado los males que determinados radicalismos acarrean.

Vuelven a ponerse de moda los valores “Dios, Patria y Familia”. Y, además, escritos con mayúsculas. Esos mismos valores por los cuales más crímenes se han cometido a lo largo de la historia. La letra con sangre entra.

No todos quienes en el Viejo Continente votan a partidos como los de Abascal, Meloni o Le Pen son, en efecto, neonazis o neofascistas, ¡solo nos faltaría!, pero con su sufragio –no bien reflexionado ni calibrado– les hacen el juego a los energúmenos que los dirigen, blanquean las barbaridades por las que abogan y, lo que es peor, causan un grave daño a la tolerancia y la convivencia entre las personas y a la salud de las instituciones democráticas.

“El patriotismo es el refugio de los canallas”. La frase es del escritor inglés Samuel Johnson (1709-1784). ¿Quién lo diría? Un intelectual de ideas conservadoras. Claro que una cosa es ser conservador –posición política legítima y respetable– y otra muy distinta un reaccionario cavernícola…