Opinión

Jesús Quintero

Jesús Quintero
Jesús Quintero ha muerto. Todo el mundo sabe que lo ha hecho a la manera machadiana que se le esperaba: con lo puesto, ligero de equipaje, como los hijos de la mar.

Y estoy pensando -no sé si me paso de pesimista- que lo ha hecho al filo de una época en la que, como él mismo advirtió, ser analfabeto no es una desgracia de clase que haya que remediar con esfuerzo, sino un refuerzo con gracia que no hay que remediar, ni siquiera perteneciendo a una clase en la que puede evitarse el analfabetismo. Porque, hoy, no leer nada y predicar que todo se encuentra en Internet está de moda.

El maestro del silencio, que tan bien lo gestionaba, se ha ido entre charlatanes, probablemente muy harto de decir tanto como ha dicho para nada. El consuelo es que a algunos no se nos van a olvidar. Ni él ni sus consejos.

Sí, tal vez sea ese el único consuelo para algunos de quienes lo admirábamos y todavía estamos aquí. Pero hay que reconocer que Jesús Quintero no murió ayer. Murió hace años. Y no me refiero en absoluto a que haga años que desapareció de esa caja tonta en a que consintió en entrar para intentar que sus espectadores dejáramos de serlo. No, me refiero a que incluso en los últimos años en que aparecía era ya un auténtico predicador en el desierto, un filósofo profundo al servicio, para su desgracia, del frívolo espectáculo, que tanto vende hoy en día, de oír sin escuchar, de ver sin mirar, de creer que se ejerce un pensamiento crítico mientras ni siquiera se piensa. Lo decía él mismo, consciente, profeta, loco de vuelta, viejo sabio.

Jesús Quintero, que fue un genio de la radio primero y luego un innovador en la televisión, murió como tal cuando en nuestro país dejó de interesar una conversación serena, pausada e inteligente, donde el entrevistador (o entrevistadora) no tuviera que ser necesariamente mucho más importante que la persona entrevistada.  Aquel perro verde dejó de interesar, forzosamente, en esta España de nueva charanga y renovada pandereta en la que se ha dejado de preguntar para esperar una respuesta, sino para lucir la pregunta; en esta España en la que dejó de haber tiempo para hablar por hablar, para leer por leer, para amar por amar, para vivir por vivir. Quintero, por lo tanto, había muerto mucho antes de que ayer se rasgara la vestidura esta hipócrita España nuestra en la que no hay como morir para mejorar radicalmente en la consideración ajena. Lo único malo de esa convicción es que, con él, también nosotros hace tiempo que empezamos a morir un poco. Aunque él ya no tenga posibilidad de preguntárnoslo.