El intenso aroma de la derrota

El intenso aroma de la derrota

Recorres un día cualquiera las calles

que te vieron jugar de pequeño,

ahora desvencijadas y decadentes,

preñadas de carteles de “Se vende

o se alquila” y bajas la cabeza,

apesadumbrado, olisqueando el

intenso aroma de la derrota

en tus cimientos que tremulan.

Calles ya vacías de gente que te quiso.

Y es que, a diario se te mueren

como el rayo amigos con los que

tanto amaste, viviste y sentiste

y te quedas solo.

Ya se murió el vendedor de periódicos

del kiosko de la esquina y casi está

ya muerto el periodismo que tanto apreciaba.

Cerró el bar donde se reunían los cafres

vencejos que gustaban de la palabra

en la noche y ya no son los mismos

ni los propios contertulios, separados

por tanta piedra en el camino y

por tanto malentendido que nos torció

el gesto y tanta tonta tentación política.

Se fue de la ciudad el amigo que te

refugiaba en su casa a la hora de comer

y que siempre te ofrecía cigarrillos,

hamburguesas, cerveza y algo de porno

para ver en silencio, con los ojos

cansados que se caían hasta

el suelo. No volverán aquellas novias

de película, pijama, café, manta

para dos y torpes sucedáneos del sexo

ni nunca más bajaré a los billares

subterráneos para jugar horas a

las máquinas de pinball o al Pacman

o a los Space Invaders mientras

fumabas sin tragarte el humo

negros cigarros de BN que tenían

todo el sabor en la última calada.

Ya no están los amigos de aquellas

pandillas que invocaban a espíritus

burlones desde relucientes tablas

de ouijas compradas de estraperlo

ni aquellos con los que jugaba

a los primeros juegos de rol que

venían de Francia o de Gibraltar.

Y es que, como dice mi querido Juanjo,

hay que aprender a perder seres amados

cuando cumples 35, convirtiéndote en

un superviviente que también ve como pasa

el ataúd del enemigo por tu puerta

sin que ya conservaras siquiera el

antiguo rencor que os hizo

antagónicos y adversarios.

Todo lo iguala la muerte, ya se sabe.

Soy un perdedor, ya lo canté a

los cuatro vientos en un viejo poema,

pero ahora, por primera vez, no me

seduce ni me complace ni me masturba

la euforia de la derrota de antaño.

Ahora la bandera blanca es sincera,

es auténtico el armisticio y

necesito una tregua para, al menos,

recomponer la figura e ir

preparando la defensa del nuevo

golpe que ya se intuye tras

la esquina.

Me cansa la vida, ya lo dijo el poeta,

por vez primera amago con admitir

que me acaricia ya la huesuda mano

de la parca y que apenas

opondré resistencia a su llamada.

La pulsión intacta de seguir buscando

el poema definitivo que contenga

la esencia de mi lacerado espíritu

y que haga mi nombre insoslayable,

es la única ilusión que me mantiene

vivo, activo, atento, despierto.

El intenso aroma de la derrota